Tenés que ser joven. O parecerlo. Esta sociedad es impiadosa con los adultos maduros, ni qué decir de los viejos. Apendejarse, mostrar al Mundo que todavía estas lejos de entrar en la edad de
los achaques.
A las mujeres maduras lo que le
espera es más o menos lo siguiente:
Vas al esteticista, a la cama
solar, al spa, te metés microfrecuencia, rayos gamma, ondas rusas, luz
ultravioleta y una sarta de tonterías electrónicas que es algo así como
enchufarte con un cable en el traste a una radio y pretender que se te endurezcan
las piernas sintonizando a José María Muñoz y la Oral Deportiva.
Te vestís con un look de hippie
chic, que viene a ser algo así como gastar el sueldo de un gerente en quedar
como una zaparrastrosa. Te metes encima todos los colores posibles, como si
hubieras pasado por la pinturería en el preciso momento en que explotó la
máquina de mezclar los tonos.
Te liposuccionás el mondongo, cosa
que te entre la bikini de la chica (veinte años menor a vos) que viste en la
revista de la peluquería,y el hilo dental que pretendés meterte en el orto no
quede enterrado en dos montañas de glúteos haciéndote más propicia a la tapa de
la revista Chacra que a la de Caras.
Te hacés las lolas urgente, no
sea cosa que las prohíban la semana que viene, pidiendo además que te llenen el
pecho con silicona como para usar tus tetas de paragolpes en caso de que vayas
en moto.
Te cagas de hambre para que te
entre el talle extrasmall, aunque midas más de metro setenta y calces 38 de
zapatos desde que tenés memoria. Te ponés botox en la frente, que te deja con
una expresión de muñeca Barbie recién salida del freezer, y te encajás colágeno
en los labios como para filmar “viciosas del sexo oral 4” en formato XXX y en HD.
Te sacas las bolsas para que la
mirada te quede más fresca, aunque sumado a la presbicia que te viene corriendo
desde atrás, te deja con un look de colifa que se la pasa mirando a la gente
con ojos dilatados y expresión de psiquiátrica. En el mejor de los casos te
ponés lentes de contacto, que andas perdiendo a cada rato o se te corren y te
irritan, agregando un aire de fumadora de crack al consabido luquete de asesina
serial. Ni hablar si los lentes encima son de color. Si la gente en la calle se
te hace a un lado y agarran fuerte sus pertenencias, andá sabiendo por qué.
Te achicás la cachucha para que
la tengas como una quinceañera (NOTA DEL AUTOR: no me pidan un comentario de
eso porque no me da el espíritu), te estirás la jeta de modo tal que para reírte
vas a tener que flexionar los brazos, no sea cosa que te rajes desde el ojete
hasta la pera.
Vas al gym, haces “spinningbodysculptingtaebotaichichuánacuashím”,
te entrenás como una maratonista aunque no corras ni el colectivo. Corres,
corres, corres, y corres. Llegas a tu casa y te esperan tus hijos con el equipo
de resucitación cardiológico y el teléfono con el número de la obra social prediscado
en mano.
Te metés en la jeta cuanto
brebaje exista que te mantenga el cutis lozano. Esperma de ballena, semen de
mono, moco de guanaco del Altiplano boliviano, no importa qué, con tal que las
arruguitas desaparezcan.
Te encajas en el balero
extensiones de pelo, pensando que estás deeeevina con las crenchas más lagas, cuando
en realidad parecés la cantante de “Acido benzoico”, una banda de trashcore de
Villa Lugano.
Lees en todos los sitios webs que
tenés que tener una vida sexual plena y creativa. Si estás sola (viuda o
separada) dejo la cosa para otro momento. Merece un post aparte.
Si estás casada entonces empezás
a pedirle a tu marido que se tire del ropero, que se disfrace de Superman,
aunque el slip por encima del pantalón pijama le apriete mucho y tengas que
salir de urgencia a la clínica de la vuelta porque se le inflamaron los
testículos dejándoselos como los de un orangután.
Querés tener sexo en el auto, “como
cuando eramos novios, gordi…” Pero se te trabó la gamba en la palanca de
cambios del auto y casi te la tienen que sacar con cesárea del muslo, el gordi
necesitó cinco sesiones de kinesiólogo para sacarse el dolor del ciático porque
se tuvo te contorsionar como un artista de circo para poder hacer algo en el
coche, y la multa por escándalo en la vía pública que te hizo el zorro gris cuando
los agarró haciéndose los pendejos en el estacionamiento del shopping les costó
setecientos mangos.
Todo sano. Comer semillas, tantas
como para que te empiecen a crecer plumas. Fibra, mucha. Lo suficiente como
para cagar un sweater. Leche de soja, jugo de toronjas, tofu (que es lo más
parecido al yeso que vi en mi vida). Comida macrobiótica, molecular,
microbiótica, vegana, sásncrita o predigerida. Un vómito a la derecha, por
favor.
Con los hombres la cosa no es
menos sencilla. Al derrotero emprendido por las mujeres que comenté recién, se
le agregan otros deliciosos padeceres, a saber:
Te sacas pelos hasta del culo
para ponértelos en la pelada, porque ser calvo no da. Te teñís porque las canas
envejecen, aunque parezca que se te cayó un balde de pintura negra de un
andamio justo en la cabeza cuando caminabas por la calle.
Hacés bicicleta, cinta, maratón, natación,
teto y atletismo, todo junto y de un día para el otro. Levantás fierros y salis
a jugar al squash con los muchachos de la oficina. Tomás todas las mañanas
semillas de lino, de sésamo y el necesario puré de analgésicos para paliar el
dolor del cuerpo por el trajín gimnástico del día anterior y te tomás las
pulsaciones, porque te das cuenta que te podés morir de un infarto en cualquier
momento de tanto esfuerzo físico repentino.
Hacés cuanta dieta te recomienden
desde el encargado del lavadero de autos hasta la chica que te sirve el café. Sos
capaz de comer lechuga sin condimentar, lo que te lleva a la categoría de
rumiante en la escala alimenticia.
Pensás en comprarte un auto
deportivo en el que seguramente no vas a entrar, salvo que pidas al fabricante
un lugar extra para la panza. Tampoco vas a poder usarlo porque a esta altura
en lugar de un auto que haga 0-100 km/h en menos de diez segundos, necesitás
una camioneta con GPS para ubicar dónde mierda queda la disco por la que tenés
que pasar a buscar a tu hija de madrugada.
Compras por internet cuanto
aparato ridículo y pelotudo encuentres que te devuelva los abdominales a la
forma que tiene el muchachito de la propaganda. La única manera sería hacerte
un enema con una plancha de ravioles y hacértela llegar al estómago, pero vos
seguís insistiendo y acumulando trastos, como para armar un museo.
Te transformás en un consumidor
compulsivo de cosas light. Contas calorías hasta en el sobrecito de edulcorante
con el que tomás el café cortado con leche descremada.
Empezás a escuchar música “de
onda”. Ahí te enterás que la mayoría de los músicos que escuchaste hasta el
momento de jubiló, murió por sobredosis de drogas o pasaron a la sección de
ofertas de la disquería de la esquina.
Te volvés un mirón en la calle.
Entrás a mirar a cuanta mina se te cruce. Pensás en que tenés que ser joven,
casi adolescente, así que ya la calle no es el lugar en donde esperás a los
chicos a la salida del Colegio, o donde estacionás un auto. Sino que es un
territorio en donde tenés que demostrar que “todavía podés”. Entonces tomás
coraje y le decís un piropo a una chica que viene caminando, enchufada a unos
auriculares. La mina te mira con cara de desconcierto y te manda a descular hormigas,
agregándote el calificativo de “viejo choto”.
Probablemente tenga razón
Juventud, divino tesoro. Lástima que no se puede madurar, ni envejecer con dignidad. El culto a ser eternamente jóvenes me hace acordar a las palabras de un investigador científico
"Se gastan millones en prótesis mamarias y pastillas para el vigor sexual, y poco se hace en la lucha contra el Alzheimer. En breve tendremos cantidades de viejos con las tetas enormes y el pene erecto, que no tendrán idea para qué se usaba"
Se cuidan